martes, 8 de enero de 2013

De como a veces sicareamos pero no le ponemos título a nuestro jueguito

Hoy sicaree con el señor Iván, la verdad nos quedó bien bonito. No tiene título, no tiene corrección de estilo, está fresquecito, así como el surrealismo.

Este es nuestro panorama: una casa medio destruida por el tiempo, la fachada se está cayendo a pedazos; un perro amarrado del cuello y refugiado en su pequeña casa de madera en el patio cuyo césped amarillento es casi inexistente, dos ventanas en cada extremo de la casa, hay una planta alta donde solo hay una ventana. Desde aquella ventana alguien se asoma y nos vigila, sabe que nos acercamos, sabe que la miramos. Nuestros pasos se alentan, es como si aquella mirada triste y cansada pesara demasiado sobre nuestros hombros. Es una mujer mayor. Aquí ha pasado algo. Hemos construido un escenario. Hace frío y lo sentimos hasta lo huesos.
No la perdemos de vista y aunque nuestros pies se hacen cada vez más pesados es necesario llegar hasta ella, es como si una fuerza extraña nos atrajera y repeliera al mismo tiempo. Miramos a nuestro rededor y una sepia nos absorbe, la anciana sigue mirando por la ventana, se puede percibir que está esperándonos, quiere hablar, quiere dejar de sentirse de tierra seca.
No es un juego de nuestras mentes, con cada paso que vamos dando hacia la casa el mundo se vuelve monocromático, el color sepia nos invade lentamente. Las hojas de los árboles se balancean en un vaivén lentísimo. Pareciese todo un recuerdo o una epifanía, una extraña quimera. El perro nos mira con una mirada desafiante, no hace nada por evitar nuestra visita, mira nada más y se dedica a vigilar. Saca la lengua y se la pasa por todo el hocico. El perro antes blanco con una mancha negra sobre la frente se ha vuelto sepia. Es obvio que no lo nota, para él el mundo sigue siendo igual: en blanco y negro. Abrimos la puerta, entramos sigilosamente.


Veo como mi compañero da el primer paso hacía las escaleras, siento el crujir de la madera bajo su pie, él sigue avanzando mientras observo la casa, sus ventanas, los muebles, todo está acomodado de forma que te sientas cómodo, aunque la verdad de las cosas es que tras el polvo y el desgaste del pasar de los años lo único que te pasa por la mente es salir de ahí.
Un ruido sordo llama mi atención tras mirar el lugar, mi compañero está a mitad de la escalera con un pedazo de pasamanos, a través de su sorpresa me doy cuenta de que estuvo a punto de caer, me apresuro para estar a su lado, algo me dice que no es bueno estar separados.
La casa por dentro es aún de colores, colores tristes y apagados. Hay un hedor a humedad y moho que baja por las escaleras y si dispersa por todos lados. El frío entra por la puerta abierta, no la cerramos, necesitamos que se mantenga una conexión con el mundo exterior. Respiro profundamente y pongo un pie en el primer escalón dudándolo por un momento. Sentimos el crujir de la madera vieja bajo nuestro peso. Al llegar a la planta alta vemos cuatro puertas a lo largo de un angosto pasillo. Abrimos la primera puerta, sabes que ahí dentro se encuentra la anciana. Nos asomamos y la vemos todavía postrada en el mismo lugar, mirando hacia afuera. Caminamos hacia ella. Nos asomamos por la ventana. El color sepia se va extendiendo a la lejanía.
La anciana se voltea lentamente, su piel parece de granito, su mirada vidriosa, eran poco los dientes que tenía ya; se notaba en su barbilla. Temía que si diera un paso se desmoronaría como cuando caminas por el desierto y pasas por un cúmulo de tierra.
Ella intentó hablar, la miramos con atención, pero nada se escuchó, ni siquiera un ligero gruñir o halo de aliento, bajó la mirada y en ese instante nos sentimos abatidos.
La ventana se abrió de golpe y aire caliente golpeó mis mejillas, sentía que sudaba pero no había alguna gota de líquido salado corriendo por mi sien, la anciana comenzó a caminar hacía el catre que se encontraba en la habitación.
Era extraño, hasta hace unos momentos el viento era tan frío que rasgaba la garganta. El calor en el aire nos envolvió rápidamente en una cobija invisible que nos arropó por un instante. Nos sentamos junto a la mujer, uno a cada lado, en aquel polvoso catre que rechinó bajo nuestro peso. La anciana sacó un maletín viejo que tenía bajo el catre. Las manos le temblaban. Levanté la vista y noté que con aquel viento cálido la habitación iba cambiando de color, pero no se volvía sepia como el resto del mundo sino que se volvía a blanco y negro, como las viejas películas. Recordé los filmes de Buñuel. La anciana me entregó el maletín, me dijo con voz aguardentosa que no lo abriera hasta que abandonáramos la habitación. Le agradecimos y la dejamos en aquel lugar. Mi compañero, cuyo nombre no conozco para ser sincero, estaba completamente nervioso, su cuerpo temblaba como si estuviera sufriendo un ataque epiléptico. La planta baja de la casa estaba a colores tristes. La puerta seguía abierta pero a través de ella el viento que se colaba era espantosamente frío. Salimos al mundo en sepia.
Caminamos un buen rato, mi compañero me miraba de soslayo a mí y al maletín, sabía que estaba ansioso por abrirlo, la verdad es que yo también tenía la curiosidad de saber qué es lo que había en su interior, sin embargo algo me decía que debíamos esperar un poco más.
El camino se hacía pesado y aunque a cada rato miraba hacía atrás, la casa parecía seguir a la misma distancia, me sentía en un loop infinito. Hasta que sentí como el maletín dejaba de estar en mis manos, mi compañero lo había tomado y de pronto la noche cayó, ya no más sepia, ni calor, ni frío. Era extraño, no había clima, no sentía algo en mi piel, la casa estaba lejos y las estrellas eran pocas en el firmamento.
Sabía que debíamos de abrir el maletín, pero mi miedo me detenía.
La noche que nos absorbió no tenía estrellas. El mundo monocromático nos rodeaba en todas direcciones. Las luces del alumbrado publico eran de un blanco intenso, eran el sustituto de las estrellas. Había gente que salía de todas direcciones, no estaban esperando. Aquella había sido nuestra encomendada misión, nadie más quiso hacerlo, le tenían miedo al sepia y sucumbir ante la nostalgia. Mi compañero y yo tomamos el maletín al mismo tiempo y cada uno jaló hacia su dirección. Un espectro de luz abandonó el interior. Los colores eran maravillosos, todos caímos de rodillas ante tanta belleza, teníamos miedo de lo que podíamos encontrar. El miedo se ha ido y ha quedado una sensación de paz. El halo de luz subió hasta el cielo y se expandió por toda la bóveda celeste.
Sentía como un líquido caliente llegaba hasta mis labios, eran lágrimas, pequeñas y diminutas lágrimas de felicidad, ante tal descontrol que había sentido por la nostalgia que se había apoderado por esa osadía que nos habían encomendado.
Aunque todos estaban maravillados ante tal acontecimiento mi compañero no se veía tranquilo del todo, me acerqué a él para preguntarle que era lo que sucedía, cuando de pronto el maletín desapareció, volvimos a quedar a oscuras, era un negro pesado, el aire comenzaba a faltar, sentía como a mis pulmones les ejercían presión.
Las luces de la calle se fueron apagando poco a poco y con cada lámpara pública apaga se desvanecía uno de tantos recuerdos. Por un momento pesé que sólo me sucedía a mí pero era todos a quienes les pasaba algo similar.
A lo lejos veía como el espectro se expandía por el cielo y se movía en círculos.
Parecían desconcertados, desorientados, ninguno sabía qué hacer, miraban con anhelo a todas partes, algunos se preguntaban quiénes eran, otros lloraban por no saber qué hacer, una tristeza nos embargaba, era desesperante. Algunos comenzaron a correr, quería ir tras sus recuerdos, yo mismo quería ir, me sentía tan vacío. No obstante la misma oscuridad nos detenía, nos aprisionaba y escuchábamos una risa extraña, un castañear de dientes.
Aquella oscuridad era el olvido. Nos olvidábamos de nuestro pasado, de nosotros mismos. Y es que éramos un sueño de un niño, que ha despertado y nuestras vidas quedan puntos suspendidos. Aquella risa que escuchábamos a nuestro alrededor era el recuerdo de una pesadilla que no se podía olvidar. En cambio nosotros, nos desvanecemos poco a poco. El niño nos olvida, ya no sabemos qué sucede. La historia no puede terminar. Todo queda en oscuridad.




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