Por: Iván Alarcón - Liz Silva
Ya era invierno, el viento soplaba deslizándose por los pastizales agonizantes de las praderas. Caía la noche, las sombras.
Parecían seres vivientes que pensaban por sí mismos para aterrorizar a todo aquel que los viera. El batallón estaba temeroso, no quería salir de la barricada pero debía de hacerlo. Tenían que cumplir una de las misiones más importantes para ellos, incluso podría ser que para el mundo. El número de soldados se había reducido a menos de la mitad en las últimas veinticuatro horas, en ese lapso de tiempo sólo habíamos logrado avanzar seiscientos metros hacia el enemigo que parecía no haberse debilitado en lo más mínimo. Pude sentir el aroma a muerte en el frío viento que estaba en nuestra contra, el enemigo, fuera lo que fuese, podía olernos, sentirnos... aterrarnos. Parecía que escuchaba nuestros pensamientos, sabía nuestros peores miedos. Y aunque habían pasado horas de haber realizado alguna actividad, sentía que habían sido solo segundos. El tiempo iba demasiado lento; el silencio, el silencio era aterrador. Escuchaba como los insectos caminaban por las hojas, el castañear de mis compañeros, el pestañear del de enseguida. Quería que la misión terminara, quería que terminara ¡ya! No podía haber cosa peor que combatir contra seres abstractos, sin forma determinada, que cambian constantemente de forma física y espiritual. Dos enemigos tan antiguos como el mismo universo. Los escuchaba respirar como si estuvieran a mi lado. Al inhalar se tragaban el sonido y todo quedaba en silencio. Al exhalar expulsaban un sonido gutural tan aterrador que nuestros cuerpos se paralizaban por completo. En medio de la oscuridad no lográbamos ver más allá de nuestras manos, nos sentíamos rodeados. No podíamos escapar, moriríamos al intentarlo, sólo quedaba luchar y tratar de sobrevivir. Corrimos por los pastizales, pensaba que el crujir del pasto seco a nuestro paso nos delataría. Nos detuvimos en medio de nada. Escuché los gritos más aterradores que jamás habría de escuchar en lo que me quedara de vida, lo cual podrían ser unos cuantos segundos. Guardamos silencio, tratamos de no respirar pues era tanto nuestro miedo que temíamos que el insignificante sonido de la garganta y los pulmones darían un indicio peligroso de nuestra posición. En ese momento mi compañero desapareció en la noche, dejando de sí un eco aterrador que se esparcía por todo el campo.
Estaba desesperando, no sabía que hacer: refugiarme, huir, atacar, gritar para que vinieran por mí.
El no tomar una decisión rápido me torturaba hasta lo más profundo de mis huesos, nos habían entrenado para eso: Toma rápida de decisiones. Y yo estaba ahí temblando como una niñita ante el monstruo del closet, sin duda quería salvar mi vida pero el enemigo podía aparecer en cualquier segundo.
Era 1876, la civilización había llegado a lugares desconocidos, exóticos, peligrosos. Éste es uno de ellos, aquellas criaturas habían vivido en el anonimato por miles de años. El ser humano teme a lo que no conoce, le es muy fácil destruirlo y problema solucionado.
Me quite las botas, no quería hacer más ruido con ellas, el arma la acomodé en la espalda de modo que no incomodara pero si el enemigo se acercaba tirar en seguida y con la mayor calma posible comencé a caminar hacia mis demás compañeros.
El estruendoso sonido de las armas disparando al unísono provocó que en mis oídos atacara como aguja un zumbido atroz. Por momentos sentí que perdía el equilibrio. Fue en ese momento cuando vi como un soldado, al cual no le logré ver el rostro, corría hacía, todos los demás iban en dirección contraria.
—¡Zam! —gritó— ¡Cuidado!
Se abalanzó sobre mí, no supe que era lo que estaba ocurriendo. Caí al suelo, por un momento olvidé dónde me encontraba, mi mente quedó en blanco; cerré los ojos por instinto y una fuerte explosión ocurrió no muy lejos de nosotros. Sentí el calor del fuego y la onda expansiva recorriendo mi cuerpo, mi rostro se cubrió de tierra. Abrí los ojos y mi compañero yacía muerto. Estaba aturdido, aun no reaccionaba, por unos segundos olvidé quién era, qué estaba haciendo, quién era el enemigo. Cuando logré reaccionar, no pude dejar de gritar de una forma desquiciada. Mis compañeros corrieron a tranquilizarme, sabían que sí seguía gritando de esa manera el enemigo nos localizaría. Pero no podía, sentía como mi cuerpo se purificaba, se quemaba pero sobre todo se tranquilizaba. Necesitaba poner mi mente en blanco y poder actuar adecuadamente. Estaba harto de ver como morían mis compañeros sin poder hacer algo, estaba harto de tener miedo al enemigo, estaba harto de que el tiempo actuara en nuestra contra.
Me decidí, salí corriendo hacia el enemigo pero no sin antes agarrar una dotación considerable de explosivos y un par de granadas. Escuchaba como los demás gritaban para detenerme, me decían loco y demente, sabía que mi muerte era segura. Pero preferí hacer ese acto estúpido a que la incertidumbre me carcomiera todos los sentidos de saber cuándo se llevarían mi vida.
Me detuve frente al inmenso muro, irguiéndose frente a mí, tan alto como tres murallas medievales. Expandiéndose a lejanía. Resguardando tras de él a los grandes enemigos. A lo largo del muro se abrían grandes aberturas por donde el enemigo atacaba. Ante mis ojos, a una altura de tres metros, se abrió una de ellas. Probablemente sólo le haría un rasguño pero no importaba, era ahora o nunca. Sentí el fétido aliento de uno de los horrorosos gigantes, logré apreciar uno de sus amarillentos ojos. Me miró directamente. Sentí como el tiempo se detenía. El viento dejó de susurrar a mi alrededor, una vez más mi mente quedó en blanco, parecía estar en trance.
Y de un momento a otro lo hice. Aventé las granadas, encendí los explosivos y los lance hasta ellos. Vi como su ojo se volvía carmesí, regresé con mis compañeros tras sentir como los escombros comenzaban a volar. Durante unos cuantos instantes pensé que lo había logrado. Al llegar con ellos y saltar a la barricada sentí como el fuego llegaba hasta mis pies, caí detrás de unos de los soldados, el humo me asfixiaba mientras poco a poco la vista se me nublaba y sentía perder el conocimiento, lo último que escuché fueron gritos... creo que de júbilo. Mientras me encontraba en el piso, sentí los pasos acelerados de los soldados que avanzaban hacia el muro.
—ATAQUEN
Más explosiones, no logré abrir los ojos, pude imaginarme lo que sucedía antes de caer sucumbido ante la insistencia de mi subconsciente y mi consciente de aislarme en un sueño profundo. Escuché más sonidos guturales viniendo del otro lado del muro. El tiempo se volvió a detener... estaba inconsciente.
Abrí los ojos después de un tiempo, el sol ya estaba en lo alto según lo que se alcanzaba a ver en la ventana. Luego de mirar aletargado en el lugar en el que estaba, me di cuenta que estaba en un cuarto, la cama era cómoda, me dolía un poco los brazos y las piernas, tal vez tenía unas costillas fracturadas pero el hecho que estuviera ahí me hacía tener un poco de esperanza.
El capitán se acercó y con una cerveza en mano dijo las palabras que más ansiaba escuchar: Misión cumplida. Traté de sonreír fingidamente pero me fue imposible. Había algo raro en todo aquello. Combatimos a seres tan antiguos como el tiempo y fuimos vencedores. En algo tenía que repercutir aquella hazaña, un gran triunfo, eso sí. Aquella mañana, todo acompañó al amanecer con normalidad. El problema vino horas después, cuando el sol estaba en lo más alto. Todo se detuvo, tal y como había sucedido en la batalla. Todo en la vida tiene su razón de ser. Nada parecía tener vida. El tiempo se detuvo. Regresé al campo cubierto por el hedor nauseabundo de muerte y destrucción. Estaba cubierto por cuerpos como si éstos fueran parte del ecosistema local. Crucé el muro por la abertura hecha añicos. Y ahí seguían los cuerpos de los gigantes, cambiando constantemente de forma y de color, a pesar de ya llevar horas muertos. No eran dos como en un principio creímos, eran tres los enormes cadáveres. Me interné en su territorio, temiendo que hubiera más pero eran los únicos. Los miré con curiosidad, en verdad eran aterradores. Poco a poco se iban esfumando en un hilo blanco y etéreo, tan delicado como el humo que abandona la punta rojiza de algún cigarrillo. Se elevaban con dirección al sol.
Corrí hacía un tipo de choza que se escondía en la lejanía del territorio de las criaturas, cuando abrí la puerta ahí estaba: El Tiempo. Me di cuenta que aquellas criaturas no eran más que los guardianes, los protectores, los que cuidan a lo más delicado del universo, el que rige las normas de la vida, el que la forma a las cosas. Era una esfera gaseosa de tonalidades entre verde y amarillo girando en espiral. Traté de tomarla, no era más grande que un balón de baloncesto, y sin darme cuenta, todo se volvió a paralizar menos la esfera que empezó a girar con mayor velocidad, me absorbió. Era literalmente un túnel-tiempo. Giré tan rápido que empecé a perder forma humana, parecía únicamente una masa deforme tomando poco a poco la forma de la espiral. Gritaba tan fuerte pero no lograba escuchar mis gritos, se quedaron muy atrás. Se detuvo. Caí al suelo, era de noche nuevamente. Me miré con asco y terror, estaba convertido en una esas cosas que tanto tratamos de destruir. Miré el muro, estaba intacto, había otros dos seres parecidos a mi lado combatiendo al enorme ejército que cada vez se iba reduciendo. Las aberturas en el muro se abrían y los monstruos atacaban. Frente a mí se abrió una abertura más, miré con curiosidad a través de él. Y allí estaba yo, del otro lado del muro, con explosivos en la mano, mirando mi ojo amarillento, sabía lo que iba a ocurrir así que, mientras levantaba las granadas para atacar, cerré con pánico los ojos.
Con el tiempo no se juega.